jueves, 27 de noviembre de 2008

Trochas de Centroamérica

El significado de la palabra trocha es: “… la distancia entre las caras internas de los rieles, medido 15 milímetros por debajo del plano de rodadura en alineación recta”. Sin embargo, para los panameños es el camino recorrido entre el punto A y B; entre Panama City y Colón; entre Nalunega y Cartí. Una de esas trochas me internó en uno de los lugares más espectaculares e inimaginables de América Central: la Reserva Kuna Yala.


Ubicada en la costa noreste del país, la Reserva cuenta con un área de 3206 kms
[2], un litoral de 373 Km. y un archipiélago con más de 300 islas. Por más de 100 años ha sido hogar de una de las etnias más importantes de Panamá. Los indios Kuna son guardianes de una de las culturas más ricas y representativas del istmo. De igual manera, son los herederos de una tierra cobijada por la naturaleza con vastas y espesas selvas, adornada por una larga y accidentada cordillera y un gran golfo de agua azul turquesa.


“Os mando que tomando personas expertas veáis qué forma habría de darse para abrir dicha tierra y juntar ambos mares.” (Orden de Carlos V al Gobernador Barrionuevo en 1553). Finalmente, 361 años después el mandato se cristalizó. El Tren del Canal sale diariamente de Panama City a Colón a las siete quince en punto, ni un minuto más ni un minuto menos. Cruza el Río Chagres y el imponente Lago Gatún. Antes que el sol despunte, la gente aguarda ansiosa fuera de la estación con el fin de abordar el primer vagón disponible. El silencio de la mañana se rompe con el silbato de la locomotora anunciando la salida hacia el puerto situado en el Atlántico. Lenta y silenciosamente, la pesada máquina deja atrás edificios, casas, y bodegas para adentrarse en la fresca y tupida selva. A lo largo del trayecto, el concreto y el asfalto se transformarán en largas y verdes paredes de selva tropical. Grandes y extensos espejos de agua hacen que por momentos pierda la percepción del horizonte.


Una hora después, el concreto invade de nuevo la selva indicando la llegada al puerto de Colón. Viajando hacia el este por la costa norte de Panamá, el tiempo se irá deteniendo poco a poco conforme vaya avanzando. El ritmo de vida, distinto al de la ciudad, se rige por el sol y la marea. Los poblados a la orilla de la costa fueron atrapados por el verdor del paisaje, de igual manera, la sinuosa carretera parece perderse en un angosto horizonte de grandes árboles. La gente, casi inmóvil, cobra vida al paso del camión. Azul y verde, agua y arena, subidas y bajadas, rectas y curvas serán una constante a lo largo del camino.


Después de 5 horas de camino llegué al pueblo pesquero de Miramar. Este es el último punto al que se puede acceder tomando un “bus” desde Colón. Al llegar la gente se extrañó de ver a un turista tomar tal ruta para ir a las islas. Esto es porque no existe agencia de viajes que coordine la travesía desde ese pequeño puerto hasta la Reserva. “Aquí hay que esperar uno o dos días -dijo Don Pedro- para que los indios vengan a surtir víveres y llevarlos a las islas. Te puedes arreglar con ellos para que te lleven, vas a tardar como 5 o 6 horas. Vienen en barcas hechas por ellos, navegan a la antigua, con el viento”.
De un momento a otro, el cielo se cerró y comenzó a llover. Busqué la forma de resguardarme en uno de los muelles donde había pescadores trabajando. Estaban ahí, bajo el aguacero, cargando una pequeña embarcación con guineos (plátanos). Los delgados alfileres de agua que pegaban sobre la piel hicieron que renunciaran temporalmente a su tarea. Me ofrecieron un pequeño techo improvisado donde descansaron mientras la lluvia pasaba. Entre la plática y el murmullo del agua me comentaron que esa tarde saldrían a la Reserva para llevar el cargamento. Esperando la invitación que nunca llegó, les pregunté si era posible que me llevaran. Una vez que escampó, cargamos las mochilas y la nave zarpó.


Playa Chiquita está situada en un pequeño golfo entre Miramar y las islas, tuvimos que detenernos ahí debido a una falla en el motor. Cuando llegamos, la tormenta quedó atrás y el sol de la tarde se dejó ver entre algunas pesadas nubes. Los rayos caían sobre el agua como columnas que detenían el cielo. El mar recobró su tranquilidad y el ritmo de las olas volvió a tener compás. Las casas a la orilla son coloridas, pequeñas y reconfortantes. Tuvimos que pasar la noche ahí hasta que arreglaron el desperfecto. Cuando la noche cayó, el silencio invadió la playa, solo se escuchaba el oleaje del mar.


Salimos de madrugada, teníamos que llegar temprano a El Porvenir para registrar nuestra entrada a la Reserva. El clima era helado y una alfombra de estrellas cubría el cielo. A lo lejos, en el horizonte se observaba una gran cortina de luz intermitente. A medida que avanzó el tiempo, la luz le ganó a la oscuridad. Las estrellas se perdieron con la tenue luz del sol y las nubes surgieron del cielo azul profundo cambiando de color con el paso de los minutos. Un piso de luz tornasol comenzó a cubrir el agua, y poco a poco, el astro salió del mar para aliviar la noche y el frío también. La claridad del día me permitió ver a lo lejos, pintadas sobre fondo amarillo y luminoso, lo que parecía ser las islas. Debido al desvelo me quedé dormido por unos minutos. La fresca brisa de la mañana y los aún débiles rayos del sol me cobijaron durante un momento. Cuando desperté, pequeñas embarcaciones rústicas hechas de madera con una pequeña vela blanca y triangular estaban ancladas a la entrada del golfo. “Ya llegamos” - dijo Lucho - con un aire de tranquilidad y necesidad después de haber sostenido el acelerador de la lancha por más de 3 horas.



Finalmente, después de recorrer algunos kilómetros por tierra y otros por mar llegué a El Porvenir. El primer pie en el muelle alivió el leve mareo provocado por la sacudida de las olas. Había llegado a la capital de la comarca y a la frontera marítima entre Panamá y la Reserva. Rodeada por un mar cristalino azul turquesa y arena blanca, la isla mantiene control sobre cualquier tipo de embarcación y tripulación que se aventure en aguas Kuna. El sol ya se sentía en el cuerpo y fue necesario buscar una sombra para seguir admirando el paisaje. A lo lejos, sobre la costa, la cordillera parecía una gran pared que resguardaba al golfo. Dentro de él estaban regadas al azar las islas Nalunega, Wichupala, Orosdup, Gorbiski, Urgandi, Nusadup, Ailidup y Cartí. De pronto me perdí en el horizonte. “A qué isla va, –me gritó un Kuna desde su rústica balsa- yo lo llevo”. Le respondí que no sabía. “Suba –como asegurándome de que no me iba a arrepentir- que lo llevaré”. Tuve que olvidar el cobijo de la sombra, tomé mi backpack y me embarqué. Arquímedes encendió el motor. Fue ahí donde el verdadero viaje comenzó.