martes, 17 de febrero de 2009

El Pequeño Mariachi de la Guitarra Amarilla (Parte I)


Era el verano de 1993 y recuerdo que antes de salir a vacaciones del periodo escolar mi mamá me advirtió tajantemente, "ni creas que cuando salgas de la escuela vas a estar todo el día tirado viendo televisión, comiendo y durmiendo". Poco a poco, los planes que había hecho conmigo mismo y con mis amigos de la secundaria fueron oscurecidos por el sermón del alto mando. Como aún no había una actividad definida, me dispuse a buscar algo para entretenerme y que no fuera por designio de ella sino mío. No quería repetir la actividad que por equivocación escogí un año anterior. Fui enviado a tomar clases de pintura y dibujo. Para mi mala suerte, la maestra vivía a 10 minutos de mi casa, por lo tanto, mi mamá no se preocupaba por llevarme. Todas las mañanas, me despertaba muy temprano, me bañaba, comía algo ligero, tomaba mis utensilios y caminaba calle arriba a mi clase de pintura. Obvio que esto se escucha muy bonito, sin embargo, hay que sumar que la calle tenía una pendiente un poco pronuciada y que el sol en el verano deja caer - sobre la espalda de los escuincles que van a clase de pintura - una laja caliente que pesa toneladas . Llegaba sudado, de mal genio y falto de pulso firme para poder hacer buenos trazos.

No recuerdo de dónde vino la idea pero afortunadamente llegó. Le dije a mi mamá, "quiero clases de guitarra eléctrica". Sorprendida por la desición y después de planear un discurso - esto en cuestión de segundos - me dijo, "mira, primero tienes que dominar la guitarra acústica y luego vemos la eléctrica. Probablemente la segunda es más difícil y un poquito más cara que la primera". Definitivamente, en esta ocasión la electricidad no ayudó. Fuimos a Soriana y en la sección de discos ya me estaba esperando, era una guitarra fina y mexicana de Paracho, Michigan ( o sea, Michoacán). Era amarilla, gorda y grande para mis manos, sentí que iba encaminado a mi carrera como mariachi. En total desacuerdo, regresamos a mi casa ya que las clases comenzarían al siguiente día.

Bájate aquí, ya llegamos...

Desperté. La guitarra me veía desde la bolsa en la que la habían guardado en la tienda. Me rehusé a verla y mucho menos a tocarla. Estaba ahí como diciendo, "ya me comprates, ora me tocas". Enfadado me paré de la cama y me dirigí al baño, cuando crucé el umbral de la puerta pareció como si fuera del cielo al infierno. Si recuerdan era verano, el calor sofocante del exterior se filtraba por la pequeña ventana del baño convirtiéndolo en un sauna personal. Imaginé la travesía desde mi casa hasta la casa del maestro de guitarra, que para colmo, vivía (o vive, si el destino no le ha cobrado) a "tiro de piedra" de mi casa. Cargado con la guitarra amarilla al hombro y buscando delgadas sombras formadas por los techos, me vi llegando sudado, de mal genio y exhausto a mi clase. "A ver", dijo el maestro, "el Minuet de Bach que practicaste". Le solté un guitarrazo y me fui corriendo.

Afortunadamente eso no sucedió. Mi mamá se apiadó de mí y como toda buena madre, me evitó el calor, el sudor y los pasos a la clase. Subimos al carro los tres: mi mamá, la guitarra cubierta por una toalla blanca y yo. Se detuvo frente a una casa rosa con reja blanca, un gran árbol al frente y un letrero mal pintado a mano donde se leía, "Clases de Guitarra". "Bájate aquí, ya llegamos". Comencé a temblar.

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